Seamos visibles, sí, pero no de la que manera que quiere este sistema blanco, capitalista, binario, cisgénero y heterosexual. Reivindiquemos nuestra identidad bollera, recordando de dónde venimos para seguir existiendo
Marta Villena
El siguiente texto ha sido redactado por Marta Villena, periodista y fotógrafa. Nuevas narrativas, cultura digital e investigación. Cultura y derechos LGTBIQ+, arte, viajes, tecnología, ciencia y salud.
Hay algo en la palabra lesbiana que me chirría. Es un término formal (¡aceptado y descrito en la RAE!), integrado en el mainstream como si siempre hubiera estado ahí. Lo utilizan tu jefe y tu padre (todavía con la boca pequeña) para dejar claro que son muy progres y nada homófobos, aunque el resto de sus comentarios no reflejen eso.
Las lesbianas ya pueden estar en política, en puestos directivos (las blancas) y ser referentes en muchos ámbitos de la vida, siempre que no se les note mucho y que sus relaciones beban del fervor romántico y monógamo de la heterosexualidad.
Es esta versión lesbiana del sistema, lo lesbiano, lo que me chirría, lo que me trae hasta aquí, en el Día de la Visibilidad Lésbica, para reivindicar lo bollero, lo disidente. Porque sí, seamos visibles, pero no como quiere este sistema blanco, capitalista, binario, cisgénero y heterosexual –en adelante ‘cistema’–.
Recordar de dónde venimos es siempre una buena fórmula para mantenernos vigilantes y no permitir que el cistema nos embauque con esas falsas promesas de aceptación. Venimos de la marginalidad, la represión, pero también de la reapropiación del insulto, de la autoorganización y el empoderamiento. Ese matiz identitario es lo que diferencia lo bollero de lo lesbiano, rechazar o sucumbir, y por lo que se han conseguido tantas cosas.
Lo bollero es político, lucha y ha luchado siempre por los derechos de todes.
De hecho, fueron los movimientos bolleros los que consiguieron que se fijase este día en el calendario hace 15 años, pero, fíjate tú, en los eventos institucionales todo es “lesbiana”, “lésbico” o, peor aún, “mujeres que aman a otras mujeres” (entiéndase mujeres heteronormativas con coño).
No puedo haber nada más lesbiano que esa frase. Por eso, cuando veo alguna iniciativa que lleva la palabra bollo (como ‘Abril Bollero’, organizado por los colectivos Elebé La Rioja y Gylda LGTBI+, que celebra este año su primera edición) automáticamente sé que son compas politizades.
Ser bollera transciende la orientación sexual, es una identidad en sí misma, y no tiene que ver con ser mujer (yo no lo soy), ni con tener coño.
Ser bollera es ser marica, gorda, transfeminista, antirracista, anticapacitista, anticapitalista…
Es querer deconstruirse para construir una forma diferente de relacionarnos desde otro lugar alejado del cistema y sus roles de género.
Es el deseo subversivo que se articula desde lo no binario.
Lo bollero es todo aquello que se sitúa en los márgenes, es aquello que molesta.
El otro día les compas del Bloque Bollero escogieron para su cinefórum el documental Rebel Dykes (2021), que narra las hazañas de un grupo de bolleras punk en el Londres de los 80´.
Tras 90 minutos de testimonios sobre cómo se rebelaban a través del arte, la música y el sadomasoquismo (que nos dejó a todes babeando de la envidia), una de las protagonistas reconocía que haber sucumbido al cistema décadas después de aquello les había hecho perder “dureza”.
Se habían convertido en lesbianas que ya no molestan.
Es fácil dejarse mecer por la normatividad (encajar te ahorra mucho trauma y dinero en terapia), pero no deberíamos coger esa zanahoria. Disfrutemos de los derechos conquistados, que para eso se ha derramado mucho sudor y hasta sangre, seamos visibles, pero, por favor, que lo lesbiano no nos quite lo bollero.