LA REPRESENTACIÓN CULTURAL DEL VIH: LA ENFERMEDAD COMO ELEMENTO IDENTITARIO por Carlos Barea

El VIH es una enfermedad. Creo que eso es algo que tenemos meridianamente claro después de años de visibilización y concienciación. Y como enfermedad que es, habitualmente ha tenido una atención mediática que atañía a su dimensión médica: los tratamientos, las investigaciones en relación con la ansiada vacuna, de donde viene, adonde va, cómo se contagia. También, tras un arduo trabajo, adquirió una dimensión social: la lucha contra el estigma, ser visibles, concienciar a la población o animar a hacerse la prueba. 

Pero resulta que esta enfermedad tiene, además, una tercera vía de expresión, un carácter identitario y de representación que ha sido capitalizado por el arte. No olvidemos que, en sus inicios, el virus afectó en su mayoría a la población homosexual masculina —cáncer rosa o cáncer gay lo llamaban—. Esto provocó que sufriéramos una doble marginación. Por un lado, por nuestra orientación sexual y, por otro, por nuestro hipotético estado serológico. Así, el VIH se convirtió en los años 80 y 90 en una pesada carga que llevar a cuestas para el hombre homosexual. Una especie de marca en la frente que nos perseguía allá donde íbamos y que nos prohibía, por ejemplo, donar sangre. Incluso había reservas a la hora de tener contacto físico con nosotros —darnos la mano ya era un riesgo de transmisión para muchos desinformados—. La serofobia, por tanto, se extendía tan rápido como el fuego en una montaña de hojas secas. 

Y es precisamente por esta dificultosa forma de relacionarnos con el mundo por lo que un gran número de artistas focalizaron estos sentimientos a través de la investigación cultural y la creación artística. Por eso mismo, en este texto me gustaría transcender por un momento la dimensión médica y social del VIH, tan importante para llegar adonde hemos llegado, y centrarnos en ese efecto menos explorado, casi ignorado, del virus. Para ello haré un breve repaso por algunos autores, obras de teatro, películas o intervenciones artísticas que han incluido el VIH en sus líneas de trabajo o de investigación, desde su dimensión identitaria hasta la denuncia del abandono institucional, la exclusión o la falta de solidaridad.

Antes de continuar, he de aclarar que mientras escribo este artículo permanecen en mi mente grandes artistas e investigadores contemporáneos que se han dedicado a la difusión y creación de arte con esta perspectiva identitaria. Jesús Alcaide —a él le debemos la maravillosa edición de La imposible verdad, de Pepe Espaliú— o Pepe Miralles, artista y profesor de la facultad de Bellas Artes de Valencia. Ellos son solo un par de ejemplos, pero son muchos, muchísimos más. Para todos ellos va este pequeño repaso, en agradecimiento por haber dedicado sus vidas y esfuerzos en visibilizar lo invisible de lo invisible.

Comenzamos con Alberto Cardín, una de las personas más importantes dentro de los orígenes de la literatura LGTBI española contemporánea. Traductor, escritor, antropólogo, filósofo y ensayista, Cardín fue el responsable de inaugurar en nuestro país la primera sección de literatura exclusivamente LGTBI. La colección Rey de Bastos, dentro de la editorial Laertes, vio la luz en el año 1985 y publicó tanto textos académicos —Cine y homosexualidad, de Richard Dyer inicia la colección— como obras de ficción —autores como Copi, Lawrence Schimel o Nazario engrosan el catálogo—. En relación con el VIH, Cardín tradujo y publicó junto a Armand de Fluvià, el histórico activista catalán, un libro con una recopilación de artículos publicados en Estados Unidos sobre el tema. El día 19 de agosto de 1985, en una entrevista concedida a Diario 16, Cardín habló abiertamente sobre su enfermedad, convirtiéndose así en el primer personaje público español en reconocerlo en un medio de comunicación, lo que abrió la puerta a todos los que vinieron detrás.

Alberto Cardín

Pepe Espaliu

Por su parte, Pepe Espaliú, coetáneo de Cardín, fue el artista que más hizo por la visibilidad del VIH en los años en los que el silencio institucional era tan profundo que cualquier manifestación pública, por mínima que fuera, resultaba un alivio para miles personas. Este pintor, escultor, performer y escritor de proyección internacional ya venía reflexionando sobre la identidad en sus obras y, una vez que fue diagnosticado, viró el timón y siguió trabajando sobre la misma cuestión, pero ya aplicado a la enfermedad. Ampliamente conocida es su intervención artística Carrying, donde era transportado en brazos de amigos y conocidos —entre ellos, Alaska y Pedro Almodóvar— que se intercambiaban su cuerpo sin que tocara el suelo en ningún momento. Lo hizo primero en San Sebastián y luego en Madrid, haciendo el recorrido desde el Congreso de los Diputados hasta el museo Reina Sofía. Fue una forma de protesta mediática para poner sobre la mesa el abandono institucional al que venían siendo sometidas las personas con VIH. Según el mismo decía, los enfermos de sida tenían que “seguir en el mundo sin tocar el mundo, seguir caminando sin tocar la tierra”. 

Pero la acción que dio el espaldarazo definitivo a la visibilidad del VIH en los años 90 fue un artículo publicado en El País el 1 de diciembre de 1992 titulado Retrato del artista desahuciado. En este texto, Espaliú sale doblemente del armario, primero como persona homosexual y después como enfermo: “El sida es ese pozo por donde hoy escalo ladrillo a ladrillo, tiznando mi cuerpo al tocar sus negras paredes, ahogándome en su aire denso y húmedo” y luego añadía: “agradezco al sida esta vuelta impensada a la superficie, ubicándome por primera vez en una acción en términos de Realidad”.

En Latinoamérica también hubo un buen número de creadores que ejercieron su activismo a través de la expresión artística. Las Yeguas del Apocalipsis, un colectivo chileno formado por Pedro Lemebel y Francisco Casas, desarrollaron su carrera en plena dictadura de Pinochet (1973 – 1990). Su trabajo giraba en torno al colonialismo americano, la identidad nativa, la represión dictatorial y, por supuesto, los efectos del VIH/sida. En 1989 hicieron una performance acompañada de una sesión de fotos titulada Lo que el sida se llevó. Esta acción constató visualmente el sufrimiento que la enfermedad dejaba a su paso. Posteriormente, Pedro Lemebel, ya en solitario, siguió reflexionando sobre los efectos sociales del virus. En su obra Loco afán: Crónicas del sidario (1996) recopila una serie de artículos donde destaca el capítulo Esas largas pestañas del sida local. En este texto critica cómo la muerte por complicaciones derivadas del sida se convirtió en un elemento cool a los ojos de la sociedad en los años 90, evidenciando la forma en la que el capitalismo lo capitaliza —valga la redundancia— todo: “(…) Ahora es otra cosa mariposa. En los noventa, es el acontecimiento que concentra la atención de un público atento, esperando paciente el deceso para ponerse el modelito guardado especialmente para la premier luctuosa (…)”.

Las Yeguas

Pedro Lemebel

Si nos movemos un poco en el mapa de Sudamérica, nos encontramos con el escritor, ilustrador y dramaturgo Raúl Damonte Botana, más conocido como Copi. De origen argentino, desarrolló prácticamente toda su carrera en Francia. Con una extensa producción, de su puño y letra son las novelas El baile de las locas o La guerra de las mariconas. También las obras de teatro El homosexual o la dificultad de expresarse o Una visita inoportuna, clásicos de la dramaturgia LGTBI universal. Precisamente era esta última obra la que estaba ensayando cuando murió en el año 1987 por complicaciones derivadas del sida. Paradójicamente, la trama central versa sobre un hombre que muere en un hospital por el mismo motivo. Con su muerte, se consolidó la figura de un artista y activista de amplio recorrido que hizo un ingente trabajo por el movimiento de liberación homosexual de los años 70 y 80. 

Raúl Damonte Botana, más conocido como Copi

Cambiando de disciplina artística, quisiera dirigir ahora la mirada al cine, esa fuente inagotable de subjetividades. Concretamente, me gustaría señalar el New Queer Cinema, movimiento que surgió en EE. UU. en los años 90. Esta corriente cinematográfica apareció como respuesta a la constante representación positiva del personaje homosexual en el cine con el único fin de convertirlo en aceptable a la mirada heteropatriarcal. Así, los directores de este movimiento desafían las identidades sexuales y muestran unos personajes imperfectos: chaperos, delincuentes, enfermos de VIH, egoístas o drogadictos. Es decir, personajes que no son ni buenos ni malos, sino humanos. Este tipo de cine supuso una disrupción, ya que, por primera vez en la ficción, el personaje homosexual se sublevaba para no tener que cumplir los cánones de aceptación impuestos por la sociedad para poder representarse. De esta corriente destacan directores como Gregg Araki —Vivir hasta el fin, Mysterious skin—, Gus Van Sant —Mi Idaho privado, Mala noche—, Todd Haynes —Velvet goldmine, Far from heaven— o Bruce LaBruce —No skin off my ass, Hustler White—, entre otros.

Fuera de este movimiento existe también un gran número de películas y documentales que abordan el VIH desde diferentes perspectivas. Por citar algunos ejemplos: Todo sobre mi madre (Pedro Almodóvar, 1999), Holding the man (Neil Armfield, 2015), Theo & Hugo (Olivier Ducastel, 2015), 120 pulsaciones por minuto (Robin Campillo, 2017), El silencio es un cuerpo que cae (Agustina Comedi, 2017), Verano 1993 (Carla Simón 2017) o Vivir deprisa, amar despacio (Christophe Honoré, 2018). 

Para finalizar, me gustaría hacer una rápida reflexión sobre una cuestión que considero importante de cara a las futuras ficciones. Creo que, como creadores e investigadores, tenemos que comenzar a pensar en nuevos retos en relación con la construcción de personajes portadores de VIH. Al igual que con el cine LGTBI, las ficciones en las que aparecen personajes de este tipo deberían dar un paso más. A partir de ahora, esta característica —bien ser LGTBI o bien ser portador de VIH— tendría que desplazarse a un lado para dar lugar a personajes más complejos que desarrollen tramas que no se limiten únicamente a estas cuestiones. Por supuesto, esta forma de narrar fue extremadamente útil en épocas anteriores por su carácter pedagógico y de visibilidad, pero ahora necesitamos evolucionar y demostrar que estos elementos ahora solo son una pequeña parte de una personalidad poliédrica: las personas con VIH también son maridos, presidentes de la comunidad, tienen que pagar la hipoteca o son unos cabrones redomados. Es decir, tienen una vida más allá de su estado serológico.

En definitiva, debemos encontrar el equilibro entre representar la memoria de nuestros antepasados, tan importante para que no caigan en el olvido, y generar referentes positivos que sirvan de colchón para las generaciones que están por llegar. No olvidemos que la ficción es la primera toma de contacto para una persona LGTBI y muy posiblemente también para alguien recién diagnosticado. Por este mismo motivo, la ficción es una herramienta utilísima para la plena inclusión y aceptación dentro de nuestras comunidades. Además, tengamos en cuenta que esta cuestión no es solo aplicable a los espectadores, sino también a los futuros creadores, porque, como diría Pepe Espaliú en uno de sus mejores poemas, siempre habrá para quien “el rigor es rigor mortis y la creación una forma, la única, de vivir y resucitar”. El arte, bien lo sabía Pepe, no solo salva vidas, sino que también las hace eternas.